viernes, 27 de septiembre de 2013

Un suicidio menos, una vida más

Me apetecía rescatar este texto escrito hace casi medio año, y que andaba por ahí escondido:

14 de abril. Suena el despertador a las 7:00, hoy toca guardia. La pereza de abandonar la cama cálida para ir a trabajar en domingo. Ponerme deprisa la ropa que quedó preparada ayer por la noche. El desayuno mejor al llegar, ya no hay tiempo de preparar café. Una incursión en las habitaciones de los niños. Un beso en la frente para despedirme hasta el día siguiente, cuando regrese a casa esperando no haber fallado a nadie durante mi servicio. Cojo la bolsa con la comida, meto la bici en el ascensor y al salir a la calle recuerdo que la madrugada de un domingo también tiene sus cosas buenas. Descubres una ciudad distinta, más amable, han desaparecido los coches, casi la gente, y los pocos que te cruzas suelen regresar de una noche que siempre ha resultado demasiado larga. Sin ruidos, sin nadie haciendo sonar ese claxon irritante, escuchando solo el rodar veloz de la bici sobre las calles vacías.

Llegando al puente de O’Donell sobre la M-30 veo en su exterior, sobre el vacío, a alguien con gorro de lana negro. ¿Un graffitero? A medida que me acerco presiento que algo no va bien, se agarra a la barandilla y mira hacia abajo. Reduzco la velocidad.

-         - ¿Qué tal chaval, todo bien?
-         - Vete, vete de aquí, déjame sola

Es una chica muy joven, menuda, acento sudamericano, y definitivamente está ahí pensando hacer una tontería. Se agolpan muchas ideas en la cabeza: hay que dejar espacio, dejarle respirar… Recuesto la bici sobre una farola, no muy cerca.

-          - ¿Me dejas que me acerque?
-          - No, no vengas, quédate ahí
-          - Mira, me siento aquí y me cuentas, ¿vale? Me llamo Luis, ¿cómo te llamas?
-          - Ana, pero quédate ahí.

Bueno, el paso del “vete” al “quédate ahí” es importante. Me ha permitido sentarme, no muy cerca, unos cuatro metros entre ambos, pero puedo iniciar una conversación. Ella no lo sabe, pero creo que no le urge tirarse.

Tiene 21 años. Algún problema con su madre, no le pregunto cuál, no me parece que lo mejor sea hacerle recordar por qué está allí. Solo pretendo que se dé otra oportunidad, convencerla de que el salto al vacío es un camino sin retorno…

Pasan unos ciclistas madrugadores que me increpan por estar sentado sobre su carril, pero al menos no paran. La madrugada del domingo juega a favor, cuantos menos nos juntemos allí mejor. De momento la situación no va a peor, aunque la muchacha no parece dispuesta a abandonar.

A los pocos minutos se detiene un vehículo y baja del mismo una chica joven que adivina lo que está pasando y se sienta a mi lado, despacio. No estoy seguro si dice algo sobre que es enfermera, y presiento que su presencia no será un estorbo.

Cuando se detiene otro vehículo con un hombre de algo más de 30 años empieza a preocuparme que comience a congregarse gente. Pero el conductor nos dice que no son formas de hablar, que la mejor forma de hacerlo es delante de un café con churros, que se marcha a un cajero a retirar dinero, y que en cuanto lo haga vuelve a por nosotros para ir a desayunar. Y se va. ¿?

Sin salir de mi asombro, continuamos trabajando a Ana. Le cuento mi vida, que si no puedo contar a mis hijos que una muchacha se quitó la vida delante de mí sin que pudiera hacer nada, que si no me puede hacer esa faena... Pretendo que deje de centrarse en ella. En algún momento saca de su bolsillo una nota que arroja a la acera, pidiendo que se la entreguemos a su madre, pero la tranquilizaos guardando todavía la distancia, y de nuevo aguanta el tirón.

Me pregunta si le dolerá, le miento y le digo que sí, que le va a doler mucho. Me apetece decirle además que desde la altura desde la que pretende tirarse puede tener la mala suerte de no matarse, de partirse la espalda y pasar el resto de su vida en una silla de ruedas, pero me parece cruel.

Cuando me pregunta si la policía le va a detener por aquello, sé que todo ha acabado. Le decimos que no se preocupe por ello, que no le detendrán, aunque tendrá que responder muchas preguntas, y le pedimos que nos deje acercarnos. Asiente. Cuando estamos a su altura abro los brazos, salta la barandilla y deja aquella locura. Mientras me abraza veo detrás de ella que la M30 está vacía; hay rotativos azules a lo lejos cortando el tráfico.

Aparece el automovilista del cajero y los cafés con churros. Muestra una placa y se identifica: un agente de la Guardia Civil fuera de servicio que supo que sería de más ayuda apartándose de la escena y avisando a los servicios de emergencia, que permaneciendo allí con nosotros. Bien por él.

Le devuelvo a Ana la nota que tiró al suelo. Quiere dármela, pero no estaría bien, y además no me apetece saber nada más de todo aquello, implicarme más de lo necesario, a partir de ahora otros tendrán que hacer su trabajo.

Me disculpo. Les digo que soy Oficial de Bomberos, que me dirigía a mi trabajo (la enfermera alude con cierta gracia al “equipo” que se ha formado allí por casualidad), y que salvo que mi presencia sea estrictamente necesaria debo marcharme cuanto antes. Llamo a mi Central para explicar que llegaré con retraso, le doy a Ana un último adiós y comienzo a dar pedales como un poseído.

Durante mi servicio de guardia no lo quito de la cabeza. Vivir esa situación sin el uniforme te hace percibirla de manera distinta, y reflexiono sobre ese drama silenciado en los medios por aquello de evitar el efecto imitación, pero que arrastra más vidas que la carretera.

Me quiero quitar aquello de encima, y resumo en un par de Tweets: “7:15, pedaleando a la guardia. Ana, 21 años, llorando sobre el vacío del puente de O’ Donell sobre la M-30 deshoja el ¿me tiro, no me tiro? 25’ de conversación, confianza, y un poco de cariño, y finalmente no se tira. Buen inicio de guardia. Un suicidio menos, una vida más”

Hay quienes creen que cada cual tiene escrito su destino. Otros que nuestras vidas discurren entre una sucesión de casualidades. No sé quién tendrá razón, pero fueron casualidades que hubiera cambiado mi día de guardia, que hace tiempo decidiera ir al trabajo en bici, o que esa mañana decidiera no hacer café…

viernes, 20 de septiembre de 2013

Una persona más libre

Siempre he creído que los padres somos sí o sí un modelo a imitar por nuestros hijos, tanto más cuanto más jóvenes son éstos, y por tanto tenemos una responsabilidad mayúscula en mantener una forma de vida que por imitación genere hábitos saludables y actitudes positivas en quienes dentro de unos años –menos de los que creemos- se convertirán por derecho propio en protagonistas de nuestra sociedad. El no a las adicciones, la templanza, el respeto por el otro y por el medioambiente, la tolerancia, el amor por el territorio y por la familia, la independencia, el librepensamiento… se pueden reforzar en la escuela, pero se aprenden en casa, con los padres, desde muy chicos.

Hace ya una buena docena de años redescubrí el placer del viaje en bicicleta, los largos desplazamientos donde solo están tus alforjas, tu bici, el mundo y tú; y en esas estaba cuando di el mismo salto que otros tantos ciclistas recreativos, y con más miedo que vergüenza comencé a usar aquella compañera de dos ruedas para ir y venir: el trabajo, los recados, el polideportivo, el ocio…. Hace cuatro años ya de esto, la bici ha pasado a formar parte del mobiliario del salón -la maldita pereza de meterla y sacarla del trastero varias veces al día- y se ha incorporado de pleno derecho en mi vida, y en las de aquellos que me rodean. No hace tanto de ello, pero ahora no me imagino mi vida sin ella (eldelabici lo explica muy bien en una entrada de su blog).

Enlazando con el aprendizaje por imitación del que hablaba al principio, los chavales –cuatro hay en la casa, ni uno menos- han ido queriendo emular algunas de las rarezas de papá (digo rarezas por comparación con el papá-standard). Aunque en el diario los horarios suelen ir demasiado apretados como para forzar el uso de la bici, sí se han acostumbrado a ella para las actividades del fin de semana: los entrenamientos y competiciones deportivas, la reunión con los chavales de la parroquia, o la visita a los abuelos, han ido creando oportunidades para, con un horario más relajado, ir saboreando el desplazamiento sobre las dos ruedas.

Lucas heredó el año pasado mi vieja bici, una BH que siempre me quedó pequeña y cuyo cuadro dijo basta después de catorce años y bastantes miles de kilómetros a cuestas. Tanto la quería yo, y tanto la deseaba él, que acabé por comprar un cuadro nuevo, y montar en el mismo todos los componentes de mi vieja amiga. El resultado fue una casi nueva bici, que para Lucas seguía siendo la que fue de su padre.

Y como es un chaval lanzado, le faltó tiempo para empezar a moverse con ella, primero acompañado y después ya solo, al polideportivo, las competiciones, las reuniones con sus amigos o los cumpleaños... Y este verano su primera gran aventura, su primer gran viaje con alforjas, su gran sueño desde que con cuatro o cinco años me preguntaba cuándo podría acompañarme.

Este comienzo de curso ha sido su puesta de largo. Ha comenzado 3° de Secundaria, entra al colegio a las 8:00, una hora antes que sus hermanos, y ya no va con ellos y con su madre en el coche (cinco personas y una montonera de mochilas). La opción era simple: metro o bici. Y él lo tenía muy claro.

La madrugada del pasado jueves me resultó emotiva; era su primer día de clase, y casualmente teníamos que levantarnos a la misma hora. Desayunamos juntos, y vi con cierto orgullo cómo se preparaba para marchar. Coincidía nuestra hora de salida, así que cogimos las bicis, y rodamos por el parque, todavía de noche, los dos primeros kilómetros. En una glorieta le di una palmada, le desee suerte en ese su primer día, y cada uno tomó su dirección; yo a mi trabajo, él a sus clases.

Le vi marchar contento, orgulloso, sabiéndose un poco diferente, seguramente un poco mayor. Y puede parecer una exageración relacionar un modo de transporte con la educación de un chaval, pero cuando esa madrugada me despedí de él y le vi partir en su bici camino del cole tuve la secreta sensación de que de alguna manera sería un ciudadano más independiente y una persona más libre.