Me apetecía rescatar este texto escrito hace casi medio año, y que andaba por ahí escondido:
14 de abril.
Suena el despertador a las 7:00, hoy toca guardia. La pereza de abandonar la
cama cálida para ir a trabajar en domingo. Ponerme deprisa la ropa que quedó
preparada ayer por la noche. El desayuno mejor al llegar, ya no hay tiempo de
preparar café. Una incursión en las habitaciones de los niños. Un beso en la
frente para despedirme hasta el día siguiente, cuando regrese a casa esperando
no haber fallado a nadie durante mi servicio. Cojo la bolsa con la comida, meto
la bici en el ascensor y al salir a la calle recuerdo que la madrugada de un
domingo también tiene sus cosas buenas. Descubres una ciudad distinta, más
amable, han desaparecido los coches, casi la gente, y los pocos que te cruzas
suelen regresar de una noche que siempre ha resultado demasiado larga. Sin
ruidos, sin nadie haciendo sonar ese claxon irritante, escuchando solo el rodar
veloz de la bici sobre las calles vacías.
Llegando al
puente de O’Donell sobre la M-30 veo en su exterior, sobre el vacío, a alguien con gorro de lana negro. ¿Un graffitero? A medida que me acerco
presiento que algo no va bien, se agarra a la barandilla y mira hacia abajo. Reduzco
la velocidad.
- - ¿Qué tal
chaval, todo bien?
- - Vete, vete
de aquí, déjame sola
Es una chica muy joven, menuda, acento sudamericano, y definitivamente
está ahí pensando hacer una tontería. Se agolpan muchas ideas en la cabeza: hay
que dejar espacio, dejarle respirar… Recuesto la bici sobre una farola, no muy
cerca.
- - ¿Me dejas
que me acerque?
- - No, no
vengas, quédate ahí
- - Mira, me
siento aquí y me cuentas, ¿vale? Me llamo Luis, ¿cómo te llamas?
- - Ana, pero
quédate ahí.
Bueno, el
paso del “vete” al “quédate ahí” es importante. Me ha permitido sentarme, no
muy cerca, unos cuatro metros entre ambos, pero puedo iniciar una conversación.
Ella no lo sabe, pero creo que no le urge tirarse.
Tiene 21
años. Algún problema con su madre, no le pregunto cuál, no me parece que lo
mejor sea hacerle recordar por qué está allí. Solo pretendo que se dé otra
oportunidad, convencerla de que el salto al vacío es un camino sin retorno…
Pasan unos
ciclistas madrugadores que me increpan por estar sentado sobre su carril, pero
al menos no paran. La madrugada del domingo juega a favor, cuantos menos nos
juntemos allí mejor. De momento la situación no va a peor, aunque la muchacha no parece dispuesta a abandonar.
A los pocos
minutos se detiene un vehículo y baja del mismo una chica joven que adivina lo
que está pasando y se sienta a mi lado, despacio. No estoy seguro si dice algo sobre
que es enfermera, y presiento que su presencia no será un estorbo.
Cuando se
detiene otro vehículo con un hombre de algo más de 30 años empieza a
preocuparme que comience a congregarse gente. Pero el
conductor nos dice que no son formas de hablar, que la mejor forma de hacerlo
es delante de un café con churros, que se marcha a un cajero a retirar dinero,
y que en cuanto lo haga vuelve a por nosotros para ir a desayunar. Y se va. ¿?
Sin salir de
mi asombro, continuamos trabajando a Ana. Le cuento mi vida, que si no puedo
contar a mis hijos que una muchacha se quitó la vida delante de mí sin que pudiera hacer nada, que si no me puede hacer esa faena... Pretendo que deje de centrarse en ella. En algún momento saca de su bolsillo una nota que arroja
a la acera, pidiendo que se la entreguemos a su madre, pero la tranquilizaos guardando todavía la distancia, y de nuevo aguanta el tirón.
Me pregunta
si le dolerá, le miento y le digo que sí, que le va a doler mucho. Me
apetece decirle además que desde la altura desde la que pretende tirarse puede tener la mala suerte de no matarse, de partirse la espalda y pasar el
resto de su vida en una silla de ruedas, pero me parece cruel.
Cuando me
pregunta si la policía le va a detener por aquello, sé que todo ha acabado. Le
decimos que no se preocupe por ello, que no le detendrán, aunque tendrá que
responder muchas preguntas, y le pedimos que nos deje acercarnos. Asiente. Cuando estamos a su altura abro los brazos, salta la barandilla y deja aquella locura. Mientras me abraza veo detrás
de ella que la M30 está vacía; hay rotativos azules a lo lejos cortando el
tráfico.
Aparece el
automovilista del cajero y los cafés con churros. Muestra una placa y se
identifica: un agente de la Guardia Civil fuera de servicio que supo que sería de más ayuda
apartándose de la escena y avisando a los servicios de emergencia, que permaneciendo
allí con nosotros. Bien por él.
Le devuelvo a
Ana la nota que tiró al suelo. Quiere dármela, pero no estaría bien, y además
no me apetece saber nada más de todo aquello, implicarme
más de lo necesario, a partir de ahora otros tendrán que hacer su trabajo.
Me disculpo.
Les digo que soy Oficial de Bomberos, que me dirigía a mi trabajo (la enfermera
alude con cierta gracia al “equipo” que se ha formado allí por casualidad), y
que salvo que mi presencia sea estrictamente necesaria debo marcharme cuanto
antes. Llamo a mi Central para explicar que llegaré con retraso, le doy a Ana
un último adiós y comienzo a dar pedales como un poseído.
Durante mi
servicio de guardia no lo quito de la cabeza. Vivir esa situación sin el
uniforme te hace percibirla de manera distinta, y reflexiono sobre ese drama silenciado en los medios por
aquello de evitar el efecto imitación, pero que arrastra más vidas que la carretera.
Me quiero
quitar aquello de encima, y resumo en un par de Tweets: “7:15, pedaleando a la
guardia. Ana, 21 años, llorando sobre el vacío del puente de O’ Donell sobre la
M-30 deshoja el ¿me tiro, no me tiro? 25’ de conversación, confianza, y un poco
de cariño, y finalmente no se tira. Buen inicio de guardia. Un suicidio menos,
una vida más”
Hay quienes
creen que cada cual tiene escrito su destino. Otros que nuestras vidas discurren entre una sucesión de casualidades. No sé quién tendrá razón, pero fueron
casualidades que hubiera cambiado mi día de guardia, que hace tiempo decidiera
ir al trabajo en bici, o que esa mañana decidiera no hacer café…